Adentro, hasta el aire parece azul: los cartones que sirven como cama, la mesita enclenque que sostiene dos botellas con agua y las brasas aún tibias del brasero están teñidas con el reflejo que genera el sol en el plástico del techo. Las paredes laterales y la trasera son trozos de bolsas de arpillera. En el frente no hay nada. Elba Ailán de Gualpa abandona la tapera de poco más de un metro y medio por dos y llama a Natalia que -como lo haría cualquier otra nena de siete años durante una mañana ventosa de sábado- intenta remontar un barrilete. La diferencia que existe entre la hija de Elba y el resto de las niñas jujeñas es que ella corre sobre los surcos en los que hasta hace poco creció la caña de azúcar y que fue testigo de una batalla campal que dejó cuatro muertos justo en ese lugar.
A las 8 de la mañana, apenas unas cuantas carpas están abiertas. Sus ocupantes caminan despacio hacia los tres caños que instaló la Municipalidad de Libertador General San Martín y hacen cola para juntar un poco de agua y lavarse la cara. Hacia el norte, los cerros lejanos custodian el predio de 15 hectáreas, conocido como El Triángulo. Hacia el sudeste, las columnas de humo blanco que emiten las chimeneas del ingenio Ledesma parecen espiar desde las alturas lo que ocurre en ese terreno repleto de toldos, de carpas tipo iglú y de plásticos debajo de los cuales viven unas 700 familias, según calculan los referentes de la Corriente Clasista y Combativa (CCC), las únicas autoridades dentro del predio.
A las 9, un vendedor ambulante pasa ofreciendo facturas entre las carpas (perfectamente divididas en manzanas) alrededor de las cuales hombres, mujeres y chicos empiezan a cebar unos mates dulcísimos. Justo en ese momento, Elba hace una advertencia: "no crea que esto fue siempre tan tranquilo. El día del desalojo la tuvimos que pelear feo. Acá no hubo más muertos de milagro". Se refiere al jueves 28 de julio, el día en el que la Policía provincial intentó desalojar la finca de Ledesma. Tras aquel operativo en el cual perdieron la vida cuatro personas (tres civiles y un agente) se desató la ola de ocupaciones ilegales que hasta ahora el Gobierno provincial no pudo frenar. Sin embargo, pasó poco más de una semana y en el escenario de aquella batalla se percibe el tranquilo movimiento matutino de cualquier otro barrio de la ciudad.
Dentro del predio aseguran que ninguno de los ocupantes portaba armas aquel día y que ellos sólo respondieron al ataque de los policías. "Nos defendíamos con piedras", sostiene Elba, de 40 años. Además, muestra cierta tranquilidad: sabe que están en la mira de la opinión pública nacional y cree que no intentarán desalojarlos nuevamente. Lo dice observando el destacamento de la Infantería de la Policía que se encuentra a 30 metros de su casilla (fuera del predio) y que está vacío; el negro de las paredes internas permite imaginar las llamas que la consumieron el día del enfrentamiento.
Al ver al cronista, algunas mujeres se acercan a la tapera de Elba ("Nadie nos viene a ver ni a preguntar nada", reclama una de ellas). Mientras tanto, Elba se sacude la timidez y el sueño, y cuenta su historia. Es ama de casa y su esposo, changarín. Tiene cuatro hijos: Natalia, Abigail (seis años), Cristian (17) y Bruno (20 y estudiante de Profesorado de Biología). Los seis vivían en dos habitaciones por las que pagan $ 700 por mes y ahora se dividen entre la casa de unos parientes y el terrenito de tres por dos y medio de El Triángulo (los varones duermen en el predio y las mujeres lo cuidan durante el día). "Se imaginará que $ 700 es mucha plata para la familia. Por suerte, nos dijeron que estos terrenos ya son para nosotros", asegura.
En cuanto escucha las palabras de Elba, Eva Corbalán levanta su enorme cuerpo de la silla playera en la que toma mate y pide la palabra: "tengo seis hijos y cuatro están casados ¡En mi casa vivimos 12 personas! Yo no necesito este terreno, pero mis hijos sí y yo vengo a pelear por ellos. Lo mismo hacen un montón de los que están acá".
A medida que la mañana avanza, muchos hombres empiezan a dejar El Triángulo a bordo de sus motos: se van a trabajar, dicen. Las mujeres caminan hasta las despensas del barrio de calles de tierra que se encuentra frente al predio a hacer las compras y empiezan a humear las fogatas en las que cocinarán el almuerzo. En muchas carpas flamean banderas argentinas. "Acá no hay gente de otros lugares, como pasa en otros asentamientos de oportunistas que aparecieron después de que trataron de desalojarnos a nosotros; somos argentinos y de Libertador", insiste una de las dirigentes de la CCC que prefiere no decir su nombre.
Renzo Acosta ceba un mate dulce tras otro. Lo hace en la puerta de la tapera de plástico negro y detrás de la prolija empalizada de caña con la que delimitó su terreno. "Estuve en Tucumán hace un par de semansa. Soy baterista de ?Ternura? (grupo de cumbia) y vamos seguido a Graneros", relata mientras le ofrece un mate a Magalí, su vecina de 16 años. "Yo no vivo acá, le cuido la carpa a mi hermana mientras ella va a trabajar", se justifica la chica.
Tras el almuerzo, la mayoría de los hombres regresa a El Triángulo y las mujeres y los chicos que tienen otro lugar dónde quedarse, se van. "Pero hasta mañana, no más, porque de acá ya no nos sacan. Trataron de hacerlo una vez y no pudieron", desafía Nélida García y sonríe, como si estuviera orgullosa de haber participado de la batalla y de formar parte del bando que hasta ahora parece ser el vencedor.